“Ella también es de Guatemala, ¿verdad que no parece?”
Así me han presentado varios de mis amigos y, hasta hace poco, nadie me había preguntado si me molestaba que recalcaran que mi apariencia no encaja con mi país de procedencia. Tener ojos y piel claros en un país "de ojos y piel oscura" nunca me pareció ser motivo de ofensa, no por estar acorde a rasgos físicos idealizados como el estándar de belleza, sino porque debería ser lógico que el color de piel y ojos no son un motivo de ofensa. Mis características físicas no deberían levantar asombros ni preguntas porque son solamente eso.
Vivo en Viena, ciudad en la que está establecida una comunidad guatemalteca con varios integrantes, entre ellos un muy buen amigo, de pelo negro, piel morena y ojos oscuros.
El 50% de la población en Viena tiene raíces extranjeras. El 27% de los habitantes tiene pasaporte no austriaco y el 34% nació fuera del país. Con base en estas estadísticas realizadas en el 2016. es evidente que existe diversidad de nacionalidades en la ciudad; sin embargo, gente con las características físicas de mi amigo sobresale. En una ocasión, saliendo de un bar, mi amigo sobresalió. Frente al local estaban tres policías dando las opciones de permanecer adentro del bar (y morir en el intento de respirar) o retirarse inmediatamente. Salimos riéndonos de algo, a lo que los policías no reaccionaron bien y nos gritaron que nos calláramos si no queríamos problemas. Caminamos para irnos y nos quedamos en la esquina de la calle esperando a otro amigo. Cuando este nos alcanzó, vimos que los policías venían detrás. Gritaron algo y, al voltear, vi que se dirigían a mi amigo, pidiéndole su identificación. Nos detuvimos a observar y uno de los oficiales nos gritó “ustedes sigan”. Tuvimos poco tiempo para atar cabos sobre lo que estaba pasando. Me costaba creer que habían detenido a uno en un grupo de cinco para pedirle, únicamente a él, sus documentos. Lo acompañaba otro guatemalteco del cual, presuntamente por no ser moreno, no necesitaron los documentos. Amenazaron a mi amigo con una sesión en corte por haber desobedecido las órdenes del oficial (lo que no era cierto), revisaron su visa y le infundieron miedo por su color de piel.
Yo no me consideraba racista. Tenía presente el fenómeno y sabía distinguir entre comentarios políticamente correctos y sus opuestos. Podría haber seguido en tranquilidad con mis acciones y palabras, segura de no ser racista porque no insultaban a nadie directamente. Yo no me veía afectada por dicho fenómeno, hasta que, esa noche, mi amigo me dijo: No es la primera vez que me pasa algo así, me han negado la entrada a bares por lucir diferente. Y tú no tenés idea, no es sólo al salir, es todos los días. No sabés que se siente que te hagan abrir la mochila en el súper para ver si no te estás robando nada, no sabés qué se siente que te miren en un bus y decidan sentarse en otro lugar porque no confían en ti.
Y él tenía razón. No sé qué se siente. No sabía qué decirle porque nunca me he sentido rechazada por mi color de piel. Oír sus palabras me llevó a darme cuenta de la cantidad de ideas segregativas que han surgido en mi mente en ocasiones en las que me encuentro cerca de alguien negro o indígena. Confieso que en ocasiones he sido yo quien ha decidido sentarse lejos “del que se ve raro”; he hecho de menos (internamente) a personas con piel más oscura que la mía; sentada en algún avión, he deseado que el hombre latino que se está aproximando ojalá no sea quien va a ir sentado a mi lado durante el viaje. No siempre he actuado con base a esos pensamientos, ya que, ocasionalmente he procedido a sonreírle a dicha persona e incluso llegar a sentarme al lado de ella, y así sacudirme la idea de que yo también soy racista.
El racismo no nace en el momento en el que un policía austriaco le pide la identificación a un hombre latino saliendo de un bar; el racismo nace en el momento en el que, incluso en pensamiento, nos separamos de alguien con base a su procedencia. Y un pensamiento así, está propenso a surgir en todos nosotros, sobre todo en una sociedad en la que experiencias personales y noticias han indicado que la mayoría de crímenes, delincuencia y violaciones provienen de un sector con índice de analfabetismo, pobreza y, por supuesto, color de piel característico. El racismo podrá culminar en actos que favorecen a un grupo de personas pertenecientes a ciertas etnias, pero no inicia ahí. Lastimosamente, está en todos. Un estudio de la Universidad de Nueva York afirma que atribuimos, de manera subconsciente, desconfianza a quienes poseen diferentes características raciales a las nuestras.
Así que sí, ineludiblemente anidaré pensamientos de separación racial, pero ya no puedo ser indiferente a ellos. Soy la única que puede cambiarlos y evitar sumarme a la constante segregación no tan evidente para quienes nacimos con la piel blanca. No está en mis manos cambiar la situación del racismo, no planeo que ese policía austriaco reconsidere las palabras con las que hirió a mi amigo y tampoco espero que mi opinión cambie un punto de vista basado en una educación retrógrada que lo motivó a hacer de menos a quienes no se ven como él; sin embargo, mientras sigan existiendo injusticias, estamos llamados a tomar acción. Si no vamos a apuntar el racismo cuando lo vemos y lo escuchamos, si no vamos a involucrarnos con organizaciones que luchan por equidad de oportunidades o si no vamos a enfrentar a policías a la cara, como muy bien pude haber hecho esa noche, por lo menos hagamos un esfuerzo interno por cambiar nuestra mentalidad.
Así me han presentado varios de mis amigos y, hasta hace poco, nadie me había preguntado si me molestaba que recalcaran que mi apariencia no encaja con mi país de procedencia. Tener ojos y piel claros en un país "de ojos y piel oscura" nunca me pareció ser motivo de ofensa, no por estar acorde a rasgos físicos idealizados como el estándar de belleza, sino porque debería ser lógico que el color de piel y ojos no son un motivo de ofensa. Mis características físicas no deberían levantar asombros ni preguntas porque son solamente eso.
Vivo en Viena, ciudad en la que está establecida una comunidad guatemalteca con varios integrantes, entre ellos un muy buen amigo, de pelo negro, piel morena y ojos oscuros.
El 50% de la población en Viena tiene raíces extranjeras. El 27% de los habitantes tiene pasaporte no austriaco y el 34% nació fuera del país. Con base en estas estadísticas realizadas en el 2016. es evidente que existe diversidad de nacionalidades en la ciudad; sin embargo, gente con las características físicas de mi amigo sobresale. En una ocasión, saliendo de un bar, mi amigo sobresalió. Frente al local estaban tres policías dando las opciones de permanecer adentro del bar (y morir en el intento de respirar) o retirarse inmediatamente. Salimos riéndonos de algo, a lo que los policías no reaccionaron bien y nos gritaron que nos calláramos si no queríamos problemas. Caminamos para irnos y nos quedamos en la esquina de la calle esperando a otro amigo. Cuando este nos alcanzó, vimos que los policías venían detrás. Gritaron algo y, al voltear, vi que se dirigían a mi amigo, pidiéndole su identificación. Nos detuvimos a observar y uno de los oficiales nos gritó “ustedes sigan”. Tuvimos poco tiempo para atar cabos sobre lo que estaba pasando. Me costaba creer que habían detenido a uno en un grupo de cinco para pedirle, únicamente a él, sus documentos. Lo acompañaba otro guatemalteco del cual, presuntamente por no ser moreno, no necesitaron los documentos. Amenazaron a mi amigo con una sesión en corte por haber desobedecido las órdenes del oficial (lo que no era cierto), revisaron su visa y le infundieron miedo por su color de piel.
Yo no me consideraba racista. Tenía presente el fenómeno y sabía distinguir entre comentarios políticamente correctos y sus opuestos. Podría haber seguido en tranquilidad con mis acciones y palabras, segura de no ser racista porque no insultaban a nadie directamente. Yo no me veía afectada por dicho fenómeno, hasta que, esa noche, mi amigo me dijo: No es la primera vez que me pasa algo así, me han negado la entrada a bares por lucir diferente. Y tú no tenés idea, no es sólo al salir, es todos los días. No sabés que se siente que te hagan abrir la mochila en el súper para ver si no te estás robando nada, no sabés qué se siente que te miren en un bus y decidan sentarse en otro lugar porque no confían en ti.
Y él tenía razón. No sé qué se siente. No sabía qué decirle porque nunca me he sentido rechazada por mi color de piel. Oír sus palabras me llevó a darme cuenta de la cantidad de ideas segregativas que han surgido en mi mente en ocasiones en las que me encuentro cerca de alguien negro o indígena. Confieso que en ocasiones he sido yo quien ha decidido sentarse lejos “del que se ve raro”; he hecho de menos (internamente) a personas con piel más oscura que la mía; sentada en algún avión, he deseado que el hombre latino que se está aproximando ojalá no sea quien va a ir sentado a mi lado durante el viaje. No siempre he actuado con base a esos pensamientos, ya que, ocasionalmente he procedido a sonreírle a dicha persona e incluso llegar a sentarme al lado de ella, y así sacudirme la idea de que yo también soy racista.
El racismo no nace en el momento en el que un policía austriaco le pide la identificación a un hombre latino saliendo de un bar; el racismo nace en el momento en el que, incluso en pensamiento, nos separamos de alguien con base a su procedencia. Y un pensamiento así, está propenso a surgir en todos nosotros, sobre todo en una sociedad en la que experiencias personales y noticias han indicado que la mayoría de crímenes, delincuencia y violaciones provienen de un sector con índice de analfabetismo, pobreza y, por supuesto, color de piel característico. El racismo podrá culminar en actos que favorecen a un grupo de personas pertenecientes a ciertas etnias, pero no inicia ahí. Lastimosamente, está en todos. Un estudio de la Universidad de Nueva York afirma que atribuimos, de manera subconsciente, desconfianza a quienes poseen diferentes características raciales a las nuestras.
Así que sí, ineludiblemente anidaré pensamientos de separación racial, pero ya no puedo ser indiferente a ellos. Soy la única que puede cambiarlos y evitar sumarme a la constante segregación no tan evidente para quienes nacimos con la piel blanca. No está en mis manos cambiar la situación del racismo, no planeo que ese policía austriaco reconsidere las palabras con las que hirió a mi amigo y tampoco espero que mi opinión cambie un punto de vista basado en una educación retrógrada que lo motivó a hacer de menos a quienes no se ven como él; sin embargo, mientras sigan existiendo injusticias, estamos llamados a tomar acción. Si no vamos a apuntar el racismo cuando lo vemos y lo escuchamos, si no vamos a involucrarnos con organizaciones que luchan por equidad de oportunidades o si no vamos a enfrentar a policías a la cara, como muy bien pude haber hecho esa noche, por lo menos hagamos un esfuerzo interno por cambiar nuestra mentalidad.